Un proyecto de arte multidisciplinario agrupa a jóvenes platenses con aspiraciones similares que convierten su casa-taller en el escenario perfecto para eventos que parecen inspirados en los happenings de posguerra. |
En el taller de Falopapas no existe rincón que sobreviva al aerosol. En cada ambiente hay desorden y paredes que exudan tanto arte como humedad; cualquiera podría decir que se trata de una casa abandonada, usurpada por almas errantes. Sin embargo, Augusto Turallas –33, artista plástico y profesor de Bellas Artes- y Miguel Mazur –34, arquitecto y músico- distan mucho del perfil hippón: son carilindos, prolijos y profesionales. Aún así, ya desde el nombre que los nuclea dejan entrever su espíritu transgresor.
Falopapas surgió en 2003 a partir de un concurso de murales que organizaba la Facultad de Bellas Artes, en el que Augusto participó junto a su amigo Matías Gardinetti. Juntos, dieron comienzo a un gran proyecto que, con el correr de los años, fue sumando adeptos y se convirtió en un colectivo de arte que nuclea a creativos de todas las disciplinas.
En la casona de Los Hornos donde funciona el taller, hay una habitación para cada área: la pintura, la escultura, la música y la indumentaria. “Falopapas es como una gran marca en la que los miembros vamos variando según la disponibilidad de tiempo y las cosas que queramos hacer”, cuenta Miguel mientras corta un stencil próximo a ser pintado en un paredón, y explica que siempre se ayudan entre sí en sus producciones paralelas.
VÍCTIMAS DEL BAILE
En el espacio destinado a la plástica, hay tachos de pintura y pinceles desparramados por el piso, una notebook que musicaliza el ambiente y un proyector que los artistas utilizan como elemento de trabajo. Después de hurgar en sus álbumes personales, escanean una foto vieja, la editan en Photoshop, la proyectan contra la pared y la calcan. “Si tengo una compu y un proyector, ¿para qué carajo lo voy a dibujar a mano?”, sostiene Augusto al tiempo que Miguel reconoce que a veces su sentido práctico es mal visto por los muralistas de la vieja escuela.
Y hay cuadros, una gran cantidad de cuadros amontonados que llaman la atención a la vista de cualquiera por su gran tamaño y porque llevan el nombre de bandas platenses destacadas en la escena under de los noventa. Son obras cuadradas –como el tradicional formato de los discos, tanto en vinilo como en CD- de metro y medio por metro y medio, creadas con acrílico y laca sobre lienzo.
Es la trastienda de “Víctimas del baile”, una muestra que presentaron a fines de 2013, que recorre veinte años de producción musical local y que presenta tapas alternativas de los discos que hicieron de La Plata, la cuna del rock independiente: desde el primer álbum de la banda que da nombre a la exposición y que data de 1993, hasta el último material de Crema del Cielo, editado el año pasado.
Lo que empezó como un divague entre amigos desembocó en seis meses de escucha y pintura. Con la idea de recorrer el género a través del gusto de un platense como cualquier otro, Augusto hizo una selección caprichosa de los discos que marcaron la juventud de su generación y, después, los escuchó hasta que se rayasen.
Casi como una obsesión, pintó cada una de las tapas sin parar, alienado en los acordes de sus álbumes, que sonaban de manera furiosa y repetitiva –confiesa que llegó a estar más de diez horas de corrido con un mismo material-.
“Esto yo ya lo hacía en los noventa, cuando de chico copiaba el arte discográfico mientras esperaba a que se grabaran los cassettes”, recuerda, y explica que por aquellos días se dejaba gobernar por la autoridad de la imagen. Sin embargo, en un momento se dio cuenta de que esas tapas no siempre tenían que ver con lo que los discos generaban en él cuando los escuchaba, y así fue como comenzó a reversionarlas, pasatiempo que mantuvo hasta que empezó a comprarse los discos originales.
Varios años después, el artista plástico retoma aquella actividad y rompe con los mandatos establecidos, esos que hicieron que históricamente la tapa fuera la lectura definitiva e irreversible de discos como “Artaud” –sexto álbum de Pescado Rabioso (1973) diseñado por Juan Gatti- u “Oktubre” –segundo material de estudio de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota (1986), ilustrado por Rocambole-.
ESTILO DE CRISCI
Retazos de tela, alfileres y máquinas de coser generan un clima similar al de esos certámenes de moda en los que jóvenes creativos compiten para lanzar su colección. No cuesta deducir que estamos en el lugar donde Edu de Crisci –diseñador platense con proyección nacional y ex participante de Project Runway Latinoamérica- lleva sus figurines a la realidad: “Acá hago todo, desde el más simple dibujito hasta el corte y la confección”.
De adolescente, el joven planeaba dedicarse profesionalmente al rugby. Sin embargo, una lesión torció su destino y lo llevó por la rama del arte. Después de su paso por el Bachillerato de Bellas Artes, Edu se anotó en la carrera de Diseño de Indumentaria en Palermo y comenzó a bocetar su carrera emergente, que lo llevaría a la pantalla chica y a pasarelas internacionales.
La gran cantidad de tinta paralizada en las venas da un indicio de su espíritu canchero y contestatario. La palabra “bardo” coloniza su antebrazo derecho y es toda una declaración de principios: así se llamaba su primer grupo de trabajo, en 2006, con el que dio a conocer sus primeras creaciones.
Arriesgado, provocativo e innovador, sólo él se animó a vestir peces vivos en la pasarela mexicana, ambientar su pasada por BAF Week con el ritmo cumbianchero de Amar Azul y tunear a sus modelos con piercings coloridos al mejor estilo wachiturro.
DE CRISCI mezcla géneros, superpone capas y juega con la moldería. La experimentación es un concepto clave en la firma, que propone prendas arriesgadas y conceptos polémicos. Como todo miembro de Falopapas, Edu resignifica elementos de la cultura urbana, como la música tropical, los accesorios deportivos y el vocabulario barrial, para presentar colecciones que no pasan desapercibidas.
Izq: foto publicada en la edición de abril de la revista Harper's Bazaar Argentina. |
LA PERDICIÓN Y LA RELIGIÓN
En el parque, una pileta que supera las expectativas de cualquier fanático del agua está vacía pero se llena, paradójicamente, con pintura. Calaveras, mutantes, palabras de la jerga barrial y tipografías típicas de los graffitis callejeros invaden el pulmón verde de la casa, marean, hacen perder la noción y entrar en un trance similar al que se refiere Aldous Huxley en “Las puertas de la percepción”.
A dos metros de altura, Augusto y Miguel fondean de blanco un “ego merca” sostenido por un fantasma pálido como un papel. En el mundo de Falopapas, las obras son tan volátiles como las latas que las engendran: se crean y al poco tiempo se tapan, un círculo que se repite constantemente para dar lugar a trabajos nuevos.
Con el espacio liberado, uno de ellos contornea un stencil, mientras el otro bate aerosoles. De a poco, dos figuras de mujer van tomando forma en el paredón multicolor y se comienza a percibir el carácter del mural blanco y negro.
Por sobre todas las cosas, en la filosofía Falopapas rige la espontaneidad. De espíritu libre, los chicos no pierden tiempo con técnicas academicistas sino que prefieren enfrentarse al gran lienzo en blanco y dejarse llevar por sus instintos.
Al momento de pintar, es como si una fuerza externa los llevara a otro plano en el que sólo los artistas se entienden. Trabajan casi en silencio: un par de gestos y unas pocas palabras bastan para comunicarse. Da la sensación de que charlaron el concepto previamente pero, en realidad, se trata de una gran conexión que alimentaron en los años que llevan pintando juntos.
Después de –a lo sumo- veinte minutos, el mural parece completado. En “La religión y la perdición, dos maneras de ver” -como decidieron titularlo- dos morochas con sotana y miradas penetrantes reflejan dos caras de una misma moneda.
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